Es un tema que está bastante “de moda”:
cada día hay más pruebas científicas de que con el poder de nuestros
pensamientos y creencias podemos modificar nuestro cuerpo y llevar una vida
completamente sana y feliz.
Pero si es tan simple, ¿qué pasa que nos
seguimos enfermando? ¿Por qué no somos capaces de mantenernos sanos, habiendo
tanta herramienta en nuestro interior que nos permite estarlo? La respuesta
está en que nos han inculcado la creencia de que así debe ser: al poco tiempo
de nacer nos tapan de vacunas para protegernos de enfermedades que podríamos
sufrir; crecemos aprendiendo conductas preventivas que nos “protegen” de
posibles males (abrígate que te vas a resfriar, no camines sin zapatos, porque
te vas a enfermar; no comas eso, porque te va a caer mal; no hagas lo otro,
porque te va a doler). Obviamente la intención es mantenernos sanos y salvos de
los males que pueden atacar a nuestro cuerpo, pero al mismo tiempo esas
advertencias están programando nuestro cerebro para que cuando no cumplamos
alguna de estas instrucciones, pase efectivamente lo que ella dice, que es
enfermarnos.
Las pocas veces que he visto televisión
ecuatoriana, me ha asombrado la cantidad de comerciales que ofrecen medicinas:
para el hígado, para el resfrío, para la tos, para el dolor de cabeza, etc. Qué
raro, ¿no? Se me ocurre la descabellada idea de que quizás las farmacéuticas y
laboratorios nos quieren mantener enfermos para seguir tapándose de billetes a
costa de nuestras creencias. No, jamás podría aceptar una verdad como esa,
ellos son buenos y lo que pasa es que nos quieren ver sanos y felices… sí, eso
es… claro… por supuesto. Si podemos curarnos nosotros mismos, ¿para qué íbamos
a ir al médico y gastar plata en medicamentos, no?
Piénsenlo bien: cada vez que le metemos
una medicina al cuerpo para que “se mejore” en un aspecto específico, estamos alterando inevitablemente
otras partes que sí funcionan bien, por ejemplo, si tomamos antibióticos para
la amigdalitis, aparte de eliminar el virus que la provocó estamos matando un
montón de células buenas que nos sirven para vivir. Otro clásico ejemplo es que
nuestro sistema digestivo está plagado de bacterias que son indispensables para
digerir los alimentos y nutrir nuestro cuerpo.
Más allá de estas creencias que nos
hacen mantenernos dispuestos a enfermarnos, hay algo que me llama más la
atención aún: existe mucha gente que parece necesitar las enfermedades en su
vida para distintos fines como justificar sus limitaciones, recibir muestras de
afecto y preocupación, o incluso ayuda económica. En estos casos me parece
curioso que la gente muestra resignación a estar enfermo y una cierta
resistencia a sanar. Esta idea es la que me lleva otra vez a lo que afima el
Dalai lama: “Todos los problemas del mundo son por falta de amor”. Si recibimos
el amor suficiente y nos amamos a nosotros mismos lo suficiente, no deberíamos
enfermarnos jamás… ni envejecer, pero eso ya es más difícil.
Para ponernos un poco más serios y
formales, les cuento que hay bastantes personajes en el campo de la salud que
han dedicado muchos años a comprobar científicamente nuestra capacidad de
sanarnos. Entre todo lo que investigué el que más me llamó la atención fue
Bruce Lipton, un biólogo molecular que ha dedicado su vida a estudiar el
comportamiento de las células y décadas a la clonación de células madres.
Resulta que el señor Lipton (aparte de
ser didáctico y entretenido para escribir) tiene un enfoque muy especial para
estudiar el funcionamiento de nuestro cuerpo. Él parte de la premisa de que si
estudiamos el comportamiento de las células individualmente, podemos entender
el funcionamiento de nuestro cuerpo completo, ya que en definitiva cada uno de
nosotros es una comunidad de unos cincuenta billones de células que se han
organizado y cooperan entre si, para mantenernos vivos y sanos. La cosa es que
este señor descubrió que la vida de una célula está regida por el entorno físico
y energético, y no por sus genes, es decir no podemos culpar a la genética
heredada de nuestros padres y abuelos por los males que nos aquejan, si no que
podemos echarles toda la culpa encima
por el entorno en el que nos mantuvieron desde el momento en el que
estábamos dentro del útero y después de haber salido de él. ¡Noooooooo!
¡Mentira! Aquí no hay culpas. Lo que sí podemos hacer es que todo eso que nos
entregaron, para bien o para mal, podemos modificarlo cambiando nuestras
creencias. Ahora que somos adultos, grandes, hediondos y peludos, estamos
perfectamente dotados de la capacidad para elegir la forma en la que percibimos
nuestro entorno y por lo tanto nuestra vida.
Lipton nos hace bastante fácil entender
sus cabezones estudios en el libro “La biología de la creencia”. Después de
mucho darle vueltas llegó a la conclusión de que las células tienen la misma
estructura que un chip de computador, de lo que se puede deducir que las
células son “programables”. Entonces si estamos compuestos de muchos chips,
nuestro cuerpo es un computador. Los genes vendrían siendo como el disco duro
donde se guarda la información. Las proteínas que están dentro de las células,
que son las que hacen que el cuerpo reaccione de una u otra forma frente a un
estímulo, vendrían siendo el procesador que hace que el computador procese la
información y realice las diferentes tareas.
Si nuestro cuerpo funciona como un
computador, pensemos que este aparato no puede andar por sí sólo, necesita de
un programador que inserte la información necesaria para desempeñarse y ahí es
donde aparecemos ¡nosotros mismos! que somos los que estamos seleccionando la
infinita información del entorno en el que vivimos y decidimos qué datos
introducir y procesar y cuáles no. Si somos más conscientes y tratamos este
computador con todo el cuidado que se merece, jamás tendría que entrarnos
ningún virus, ni quemarse, ni romperse, ni funcionar mal.
Entonces, ya entendimos cómo la mente
maneja nuestro cuerpo. Ahora, cómo manejamos nuestra mente dirán ustedes.
Tranquilos, no desesperen, tenemos material de sobra para lograrlo. Por
ejemplo, hay una señora que se llama Louise L. Hay que escribió el libro Sana
tu cuerpo, en el que después de años de trabajar con gente enferma ella señala
que cada afección de nuestro cuerpo es causada por conflictos emocionales y
pensamientos negativos: las pautas mentales que nos provocan la mayoría de los
malestares son la crítica, la rabia, el resentimiento y la culpa. Por ejemplo
la crítica suele conducirnos a la artritis, la rabia quema e infecta el cuerpo,
el resentimiento provoca cánceres y tumores y la culpa conduce al dolor. Esta
señora hace un listado gigante de muchas enfermedades y a cada una le asigna
una frase positiva que debes repetir diariamente, para ir “reprogramando” tu
cerebro. Si el cerebro cambia ese patrón, la enfermedad debería desaparecer.
Así, la frase para liberarnos del cáncer es: “Con amor perdono y libero todo el
pasado. Elijo llenar mi mundo de alegría. Me amo y me apruebo.”
¿Sabías que si tomamos una muestra de
sangre de cada persona, vamos a encontrar células cancerígenas en todas ellas?
La única diferencia entre una persona que tiene cáncer y la que no, es que el
sistema inmunitario está funcionando mejor en la que no tiene.
Como Louis L. Hay existen muchos autores
que nos dan herramientas para reprogramar nuestro cerebro y hacer que
modifiquemos nuestra manera de pensar, con meditación, EFT, metafísica,
ejercitando el cuerpo, concentrándose en el presente, los placebos, y bueno… en
internet está lleno de tutoriales y mil maneras de lograrlo. Es cosa de buscar
la que a uno más le haga sentido, pero lo más importante es que nos vinculemos
con nosotros mismos y que en primer lugar hagamos el trabajo de conectarnos con
nuestro cuerpo y aprender a leer las señales que nos da; si nos duele la cabeza
no es algo gratuito, seguro le estamos poniendo mucha mente y poco corazón a
algo, o si nos duele el estómago, preguntarnos qué es lo que nos está pasando
en la vida que no queremos digerir. Lo que decidimos pensar hoy, se
transformará en nuestro mañana.
Escucha a tu cuerpo, pero también
escucha a tu mente. ¿Qué te estás diciendo? Apuesto que te estás criticando
todo el tiempo. Si hacemos el ejercicio en el que todos nos imaginamos cómo
debe ser un ser perfecto, seguro que encontramos tantos modelos distintos, como
personas imaginándolos. Eso de la perfección es otra idea que nos han metido en
la cabeza y que no nos permite aceptarnos a nosotros mismos en nuestra propia
perfección.
Cuando sentimos amor por nosotros mismos
o por otra persona, nuestro cerebro segrega dopamina, que le trae salud a las
células de todo el organismo. En cambio si no nos queremos o tenemos malos
sentimientos y pensamientos hacia otras personas, segregamos hormonas de
estrés, lo que hace que el cuerpo envíe más sangre a los brazos y piernas
(reacción programada desde los tiempos que teníamos que escapar de nuestros depredadores)
y disminuya en los órganos que trabajan en mantenernos vivos, frenando la
reproducción de importantes células. Es decir, nos morimos un poco. El amor
propio y al prójimo nos mantiene vivitos y coleando.
Ahora, si queremos ir más allá, debemos
estar dispuestos a realizar el trabajo de liberar y perdonar. Si hacemos eso,
de seguro sanaremos nuestro corazón, mente y cuerpo.
Una vez escuché una explicación muy
bonita para el cáncer: es provocado por una célula con un ego muy elevado que
busca reproducirse a sí misma muchas veces. El cáncer se cura con amor, es por
eso que es rarísimo encontrarlo en el órgano ícono, el corazón.
La naturaleza nos ha dado
todo para ser felices, es cosa de aprovechar esta abundancia del universo y
hacer que todo actúe en nuestro favor.
Gandhi dijo: Tus creencias se convierten
en tus pensamientos, tus pensamientos se convierten en tus palabras, tus
palabras se convierten en tus actos, tus actos se convierten en tus hábitos, tus
hábitos se convierten en tus valores, tus valores se convierten en tu destino.
Somos personalmente responsables de todo
lo que ocurre en nuestras vidas. Es hora de que nos hagamos responsables de
nuestra propia salud y felicidad
“Tanto si crees que puedes, como si no,
estás en lo correcto”. Henry Ford (sí, el de los autos).
Por: Bárbara Mejías
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