viernes, 25 de julio de 2014

CARTA ABIERTA A... UN PRESIDENTE IMAGINARIO

 Señor Presidente:

 A través de la presente, me dirijo a usted porque no me queda otra, porque veo las noticias, las miradas de la gente, leo los diarios, camino por calles, playas y bosques, miro el mundo a mi alrededor y tengo la sensación de que las cosas no van por el camino correcto y eso no me gusta, y sé que a usted como a muchos otros tampoco le gusta y sabemos que algo tenemos que hacer, porque así no podemos seguir. Pienso en esto y si miro a este país como si fuera una institución, veo que después de haberme quejado con el encargado, el jefe del encargado, el gerente del jefe del encargado y así con todas las instancias correspondientes, a estas alturas no me queda más que ir a golpear la puerta que dice “Director”, o en este caso “Presidente”. Tengo la urgente necesidad de hablar con usted esto que nos pasa, porque si me callo, capaz que me sale una úlcera, o quizás sólo me resfríe. Como sea, usted y yo sabemos que este silencio no le hace bien a nadie.

Parto por manifestarle (¡no se espante, esta es una manifestación de las buenas!) que no soy de su partido, ni tampoco de alguno de la oposición. Me declaro ajena a la izquierda y a la derecha, incluso al centro, porque creo que en ese caso es mejor no ser de ningún lado. No soy ecologista, ni animalista, ni ningún “ista”. Pertenezco a esa generación que no se identifica con ideologías, religiones o doctrinas, y que cree en las personas por lo que representan en si mismas, más allá del bando al que declaren pertenecer. Esta misma generación es la que ya está podrida de los políticos, de los fraudes, de los robos, del abuso de poder y de las injusticias, pero por sobre todas las cosas, de la indolencia. Nada más doloroso y violento que la indolencia. Ese dolor nos está calando a todos por dentro y no es justo que andemos con él para todas partes, como esas cadenas que cargan los fantasmas en pena.

El segundo punto que me gustaría dejar súper en claro antes de comenzar a explayarme con todas estas cosas que tengo que decirle, es que quiero que sepa que lo entiendo. Sí, no llore, de verdad que lo entiendo. He sido testigo de la soledad que traen el poder, la responsabilidad y el liderazgo. Si uno como trabajador normal se estresa cuando tiene que estar al mando de un grupo de diez personas, imagino lo difícil que debe ser para usted estar a cargo de todo un gobierno y ¡CON ESOS TRABAJADORES! ¡No señor! No me gustaría estar en su lugar de ninguna manera. Lo suyo definitivamente tiene que ser vocación, porque si fuera por hambre de poder y dinero, se iba de gerente a una multinacional y listo, o por último se quedaba de senador, diputado o asambleísta, que ellos sí se pueden dar el lujo de dormirse en las sesiones donde se hacen las leyes que deciden el futuro de nuestro país; pero usted no señor Presidente, usted no puede ni siquiera decir mal una palabra, dar un dato histórico incorrecto, que le quede mal el traje que trae puesto, ni mucho menos orinarse en los pantalones mientras da un discurso. Usted no puede fallar ni en el más mínimo detalle, porque siempre será el centro de atención de todas nuestras miradas.

Por último, quisiera que leyera las siguientes líneas recordando esos tiempos en el que usted era igual que todos nosotros, cuando sentía que no era justo el mundo en el que estaba viviendo y que había que cambiarlo con actos concretos, no con discursos y demagogias, no con promesas y postales bonitas. Recuerde ese país que usted imaginaba. Ese país que usted soñó que podía hacer realidad estando en la parte más alta. Y ahora mire dónde ha llegado usted señor Presidente ¡lo logró! Ahora que está usted tan arriba y yo aquí tan abajo, es que quiero hacerle algunas preguntas, porque sé que sólo desde esa cima usted puede ver el panorama bien clarito. Desde acá abajo todo se ve confuso y difícil, y muchas veces desesperanzador.

Entonces empiezo por preguntarle, señor Presidente: ¿Qué hago yo? Y perdone que sea tan individualista, pero no le estoy preguntando por “nosotros”, ni por “ellos”. No es una pregunta para que me responda de presidente a ciudadano, si no que le estoy pidiendo que me responda directamente a mí, ¿qué hago yo con esta impotencia que siento y que últimamente no me deja dormir en paz? Porque claro, yo ya no puedo ser presidente para cambiar las cosas (la verdad es que jamás lo sería) y para que haya gente que me represente en lo que quiero cambiar, puedo votar cada cuatro años (o seis dependiendo de las leyes del país imaginario en el que uno se encuentre). Pero resulta que después de votar (si es que uno encontró a alguien digno de sufragiarlo) rápidamente uno empieza a sufrir las consecuencias de tan solemne acto, y empiezan a pasar atrocidades, se toman malas decisiones, aparece la corrupción y cuanta cosa que uno se ve atado de manos para cambiar, por lo menos hasta las próximas elecciones.


Le pregunto señor Presidente, ¿Qué hago yo cuando no estoy de acuerdo en las decisiones que usted y sus colegas toman para el futuro de este país? Claro, puedo organizar un grupo de gente y salir a manifestar a las calles. Créame que lo he hecho, pero las masas son estúpidas, olvidadizas y perezosas. Se sientan a esperar que el líder resuelva y después levantar el pulgar o echarlo para abajo si rechazan la solución. Ahí es cuando vuelvo a entenderlo: aburre ser líder, cansa luchar por causas que a momentos parece que son de uno no más, pero que uno jura y rejura que son para el bien de todos. Hoy en día es más fácil hacer campañas light por las redes sociales y esperar que los amigos le den un “me gusta” y lo “compartan”. Hemos perdido absolutamente el poder de autodeterminación. Comprenderá mi desánimo. Comprendo el suyo.

No quiero confundirlo. Esta desgana no es suficiente como para callarme, ni mucho menos para dejarme sentada. No puedo, por más que quiera, no puedo quedarme aquí viendo cómo día a día bosques completos y miles de hectáreas de selva son deforestados, pueblos indígenas son desplazados, ríos gigantescos son secados, mares son contaminados, animales extinguidos,armas químicas matan a miles de personas, semillas ancestrales son reemplazadas por transgénicos, nacen enfermedades devastadoras cada año… ese dolor señor Presidente, sé que usted lo siente. Sé que como a mí, le gusta irse de vacaciones a un lugar lejos de la ciudad, donde pueda estar en contacto con la naturaleza, fuera del ruido mundano que tan bien hemos construido. Sé que eso le hace bien, lo recarga de energía para enfrentar un nuevo año e incluso lo hace soñar con comprarse un terrenito por ahí cerca y construirse una casita para pasar sus últimos años.
Pero le pregunto señor Presidente, ¿piensan usted y sus colegas cuántos de esos “terrenitos” están desapareciendo día a día con la excusa de la llamada “explotación responsable”? ¿Será que como ni usted ni yo nacimos entre árboles, jamás podremos entender que los ancestros de los que hablan los indígenas son nuestros ancestros también? ¿En qué parte nos desconectamos? ¿Y si estamos tan desconectados de nuestra matriz, por qué es que sigo sintiendo ese dolor profundo cuando veo lo que nos estamos haciendo a nosotros mismos?

Perdone que insista con el tema, pero es la indolencia señor Presidente, la que más duele. No puedo creer que usted prefiera enriquecer a los más ricos, antes que quitarle el hambre al pobre. O que sus ansias de poder dejaron sin educación a los niños que más la necesitan. O que por ganar unos dineritos extras, hizo un contrato para construir casas de peor calidad para los damnificados. O que mandó a callar por la fuerza a los que no estaban de acuerdo con usted. Me niego a creer que es verdad. Sé que no soy ilusa al pensar que usted, como yo, quiere ayudar, quiere hacer las cosas para que la gente esté mejor.

Yo sé que no se puede hacer de todo una consulta popular, pero en esta humilde carta le ruego señor Presidente que la próxima decisión que tome para este país, piense en usted, ¡sí, en usted! Piense en unos 10 años después de haber terminado su mandato; cuando usted vuelva a ser una persona común y corriente que tenga que caminar por la calle y sienta ese miedecito a ser asaltado, o cuando vea que sus finanzas ya no son tan estables y quizás algún día un hijo suyo podría pasar por difíciles momentos económicos, o que quizás ya no le va a poder mostrar a su nieto favorito el bosque que tanto le gustaba visitar cuando niño, porque lo taparon de cemento. Véase usted en ese momento. Seguro que va a dar el grito en el cielo y va a decir “¡Si yo fuera Presidente…!”. Bueno, ahora lo es. Ahora es cuándo.

Sé que es bien probable que usted no me conteste esta carta, pero momentáneamente soy feliz al intentar cambiar el mundo desde mi rincón, escribiendo para esta revista. Mientras tanto usted y sus colegas, concretamente pueden cambiar la historia de este planeta en cosa de segundos.

Por: Bárbara Mejías

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