Cuando a comienzos de este año terminé de leer El sueño del celta, la más reciente novela de Mario Vargas Llosa, me sentí conmovido por la compleja construcción estética de un personaje tan profundamente humano, un idealista consecuente, lleno de errores y contradicciones, un solitario, secretamente homosexual y creyente: el patriota irlandés Roger Casement. Al mismo tiempo, me impactó la crudeza con la que el autor desentraña el proceso de acumulación capitalista basado en las diversas formas de esclavitud a las que fueron sometidos los pueblos más débiles, la rapacidad de la explotación colonial en el África y la Amazonia y la codicia sin freno de los pioneros del capital. Por lo dicho, cuando escucho a Vargas Llosa predicar sobre la democracia liberal y la economía de mercado no me queda nada más que el estupor y cierta tristeza ante la contradicción casi esquizofrénica que existe entre su discurso literario y su militancia política.
Su artículo “Julián Assange en el balcón”, publicado en El País, el 26 de agosto pasado, es una muestra del discurso mediático de la derecha internacional a través de su intelectual orgánico. Muy a pesar de que en su escrito Vargas Llosa propone una interesante reflexión sobre la confidencialidad que requiere el ejercicio responsable del poder, el artículo terminó mediatizado –por esa misma derecha de las empresas de la información para las que piensa Vargas Llosa–, como una amalgama de superficialidades malhumoradas sobre Julián Assange y un pretexto para ratificar sus prejuicios y mentiras acerca del gobierno de Rafael Correa.
La reflexión de Vargas Llosa propone dos puntos de debate: el uno, “que la otra cara de la libertad es la legalidad y que, sin ésta, aquella desaparece a la corta o a la larga”, y, el otro, que “el derecho a la información no puede significar que en un país desaparezcan lo privado y la confidencialidad y todas las actividades de una administración deban ser inmediatamente públicas y transparentes.” Este parecería ser el meollo de la cuestión filosófica frente a lo que hizo Wikileaks en el mundo: dejar en paños menores nada menos que al servicio exterior de los Estados Unidos. La pregunta que surge, de inmediato, es obvia: ¿qué diríamos desde la izquierda si lo que hubiese quedado al descubierto hubieran sido los cables, digamos, de la cancillería cubana o de la ecuatoriana, sin ir más lejos? Julian Assange y Wikileaks, en ese sentido, parecerían encuadrarse en una posición anarquista y libertaria, en el sentido liberal del término, que pretendería minar el poder del Estado per se y, por tanto, en una concepción de la libertad de expresión sin límite alguno ni responsabilidad social y/o política. El meollo del debate reside en la tensión entre transparencia y confidencialidad que todo ejercicio de gobierno democrático lleva implícito de cara a la ciudadanía.
Pero Vargas Llosa hace mucho tiempo que tomó partido ideológico y político y no está dispuesto a debatir sino a predicar. Él, en consecuencia con su condición de intelectual orgánico de la derecha, considera a Julián Assange como un criminal, sin mediaciones; además, convertido en vocero de lo que es una campaña montada por el poder mediático –que no es sino la representación del imaginario del poder del capital en el mundo– contra Assange, lo degrada a criminal sexual. Esta posición de Vargas Llosa no es la de un intelectual sino la de un propagandista. Él desestima la indefensión en la que el Estado australiano dejó a su ciudadano Assange, la negativa de la fiscalía sueca para interrogar a Assange en Londres y la ausencia de compromiso en firme del Estado sueco de no extraditarlo a un tercer país. Vargas Llosa pretende que somos desmemoriados y que no nos acordamos de cuando Reino Unido se negó a extraditar al dictador Pinochet requerido por la justicia española y obligó al juez Baltazar Garzón a viajar a Londres. Y, cayendo en la mediocridad de las verdades a medias, evita explicar el carácter del delito sexual que se le imputa a Assange y lo sospechoso, por decir lo menos, que resultan las denuncias al respecto.
Luego, sin tomar en cuenta que la institución del asilo no juzga la inocencia o culpabilidad de aquel a quien se le concede asilo sino las condiciones de precariedad del debido proceso de una persona, sin referirse siquiera a la amenaza de Reino Unido de asaltar la sede de la embajada de Ecuador en Londres, y sin entender que la negativa de otorgar un salvoconducto a un asilado es una actitud ilegítima e inhumana, Vargas Llosa criminaliza al gobierno ecuatoriano que es el que ha otorgado el asilo y defiende a quienes pretenden violar el derecho internacional. Vargas Llosa, que escribió Conversación en La Catedral, una magistral novela sobre el ejercicio del poder autoritario y los mecanismos de corrupción del espíritu humano en medio de dicho poder, debería acordarse, puesto que en esa época se desarrolla dicha novela, de que una actitud similar la tuvo el dictador Odría, de Perú, frente al asilo de Víctor Raúl Haya de la Torre en la embajada de Colombia.
Las críticas de Vargas Llosa sobre el gobierno ecuatoriano no son nuevas; en su artículo repite prejuicios, infla mentiras y habla desde el autoritarismo que le concede su figura pública. ¿Qué periódico ha clausurado el gobierno ecuatoriano? ¿Qué emisora ha sido cerrada por sus opiniones políticas? ¿Acaso ha leído que el proyecto de Ley de Comunicación plantea, por ejemplo, una democratización de la concesión de frecuencias radiales, normalmente monopolizadas por los medios mercantiles? ¿Acaso él mismo no habla de la libertad con responsabilidad en la legalidad? Pero, como Vargas Llosa ya tiene su idea preconcebida de lo que es el gobierno ecuatoriano, entonces, no necesita ni leer ni informarse; le basta con repetir lo que los dueños de los medios politizados del Ecuador le dicen. Para Vargas Llosa no se trata, entonces, de defender la libertad de expresión, sino de publicitar el modelo de sociedad capitalista y liberal en el que él cree.
En este último sentido, todos tenemos derecho a defender nuestras creencias, pero quienes leen lo que escribimos tienen también el derecho de saber desde qué matriz ideológica y política se construye nuestro discurso. La libertad de expresión es la posibilidad de ejercer públicamente el criterio pero quienes hablamos a alguien, siempre lo hacemos desde un lugar. Ese lugar es el que debe ser visibilizado por quien escucha. Las empresas mediáticas, en general, no defienden la verdad en abstracto sino la verdad que favorezca a su negocio pero eso no lo admitirán jamás porque, imbuidas en la ideología dominante, nos quieren hacer creer no solo que son imparciales sino que lo que ellas dicen, a través de sus instrumentos mediáticos, es la única ideología posible.
El Vargas Llosa de El sueño del celta o Conversación en La Catedral, es uno: el que denuncia la opresión colonial, la discriminación racial y sexual, el militarismo y la corrupción política. El Vargas Llosa que escribe en El País, es otro: el que promociona el mismo modelo capitalista, la razón imperial y neocolonial y la soberbia dictatorial contra un ser humano, que él denuncia en sus novelas. Pero, como son la misma persona, en la figura literaria y política de Vargas Llosa se conjuga el paradigma del intelectual esquizofrénico.
(Tomado de: Acoso textual - El blog de Raúl Vallejo. MARTES, AGOSTO 28, 2012.)
Su artículo “Julián Assange en el balcón”, publicado en El País, el 26 de agosto pasado, es una muestra del discurso mediático de la derecha internacional a través de su intelectual orgánico. Muy a pesar de que en su escrito Vargas Llosa propone una interesante reflexión sobre la confidencialidad que requiere el ejercicio responsable del poder, el artículo terminó mediatizado –por esa misma derecha de las empresas de la información para las que piensa Vargas Llosa–, como una amalgama de superficialidades malhumoradas sobre Julián Assange y un pretexto para ratificar sus prejuicios y mentiras acerca del gobierno de Rafael Correa.
La reflexión de Vargas Llosa propone dos puntos de debate: el uno, “que la otra cara de la libertad es la legalidad y que, sin ésta, aquella desaparece a la corta o a la larga”, y, el otro, que “el derecho a la información no puede significar que en un país desaparezcan lo privado y la confidencialidad y todas las actividades de una administración deban ser inmediatamente públicas y transparentes.” Este parecería ser el meollo de la cuestión filosófica frente a lo que hizo Wikileaks en el mundo: dejar en paños menores nada menos que al servicio exterior de los Estados Unidos. La pregunta que surge, de inmediato, es obvia: ¿qué diríamos desde la izquierda si lo que hubiese quedado al descubierto hubieran sido los cables, digamos, de la cancillería cubana o de la ecuatoriana, sin ir más lejos? Julian Assange y Wikileaks, en ese sentido, parecerían encuadrarse en una posición anarquista y libertaria, en el sentido liberal del término, que pretendería minar el poder del Estado per se y, por tanto, en una concepción de la libertad de expresión sin límite alguno ni responsabilidad social y/o política. El meollo del debate reside en la tensión entre transparencia y confidencialidad que todo ejercicio de gobierno democrático lleva implícito de cara a la ciudadanía.
Pero Vargas Llosa hace mucho tiempo que tomó partido ideológico y político y no está dispuesto a debatir sino a predicar. Él, en consecuencia con su condición de intelectual orgánico de la derecha, considera a Julián Assange como un criminal, sin mediaciones; además, convertido en vocero de lo que es una campaña montada por el poder mediático –que no es sino la representación del imaginario del poder del capital en el mundo– contra Assange, lo degrada a criminal sexual. Esta posición de Vargas Llosa no es la de un intelectual sino la de un propagandista. Él desestima la indefensión en la que el Estado australiano dejó a su ciudadano Assange, la negativa de la fiscalía sueca para interrogar a Assange en Londres y la ausencia de compromiso en firme del Estado sueco de no extraditarlo a un tercer país. Vargas Llosa pretende que somos desmemoriados y que no nos acordamos de cuando Reino Unido se negó a extraditar al dictador Pinochet requerido por la justicia española y obligó al juez Baltazar Garzón a viajar a Londres. Y, cayendo en la mediocridad de las verdades a medias, evita explicar el carácter del delito sexual que se le imputa a Assange y lo sospechoso, por decir lo menos, que resultan las denuncias al respecto.
Luego, sin tomar en cuenta que la institución del asilo no juzga la inocencia o culpabilidad de aquel a quien se le concede asilo sino las condiciones de precariedad del debido proceso de una persona, sin referirse siquiera a la amenaza de Reino Unido de asaltar la sede de la embajada de Ecuador en Londres, y sin entender que la negativa de otorgar un salvoconducto a un asilado es una actitud ilegítima e inhumana, Vargas Llosa criminaliza al gobierno ecuatoriano que es el que ha otorgado el asilo y defiende a quienes pretenden violar el derecho internacional. Vargas Llosa, que escribió Conversación en La Catedral, una magistral novela sobre el ejercicio del poder autoritario y los mecanismos de corrupción del espíritu humano en medio de dicho poder, debería acordarse, puesto que en esa época se desarrolla dicha novela, de que una actitud similar la tuvo el dictador Odría, de Perú, frente al asilo de Víctor Raúl Haya de la Torre en la embajada de Colombia.
Las críticas de Vargas Llosa sobre el gobierno ecuatoriano no son nuevas; en su artículo repite prejuicios, infla mentiras y habla desde el autoritarismo que le concede su figura pública. ¿Qué periódico ha clausurado el gobierno ecuatoriano? ¿Qué emisora ha sido cerrada por sus opiniones políticas? ¿Acaso ha leído que el proyecto de Ley de Comunicación plantea, por ejemplo, una democratización de la concesión de frecuencias radiales, normalmente monopolizadas por los medios mercantiles? ¿Acaso él mismo no habla de la libertad con responsabilidad en la legalidad? Pero, como Vargas Llosa ya tiene su idea preconcebida de lo que es el gobierno ecuatoriano, entonces, no necesita ni leer ni informarse; le basta con repetir lo que los dueños de los medios politizados del Ecuador le dicen. Para Vargas Llosa no se trata, entonces, de defender la libertad de expresión, sino de publicitar el modelo de sociedad capitalista y liberal en el que él cree.
En este último sentido, todos tenemos derecho a defender nuestras creencias, pero quienes leen lo que escribimos tienen también el derecho de saber desde qué matriz ideológica y política se construye nuestro discurso. La libertad de expresión es la posibilidad de ejercer públicamente el criterio pero quienes hablamos a alguien, siempre lo hacemos desde un lugar. Ese lugar es el que debe ser visibilizado por quien escucha. Las empresas mediáticas, en general, no defienden la verdad en abstracto sino la verdad que favorezca a su negocio pero eso no lo admitirán jamás porque, imbuidas en la ideología dominante, nos quieren hacer creer no solo que son imparciales sino que lo que ellas dicen, a través de sus instrumentos mediáticos, es la única ideología posible.
El Vargas Llosa de El sueño del celta o Conversación en La Catedral, es uno: el que denuncia la opresión colonial, la discriminación racial y sexual, el militarismo y la corrupción política. El Vargas Llosa que escribe en El País, es otro: el que promociona el mismo modelo capitalista, la razón imperial y neocolonial y la soberbia dictatorial contra un ser humano, que él denuncia en sus novelas. Pero, como son la misma persona, en la figura literaria y política de Vargas Llosa se conjuga el paradigma del intelectual esquizofrénico.
(Tomado de: Acoso textual - El blog de Raúl Vallejo. MARTES, AGOSTO 28, 2012.)
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